El ex presidente Eduardo Duhalde ofreció una alternativa para enfrentar al narcomenudeo
El complejo problema de
las drogas, que obliga a los países más poderosos y mejor organizados del mundo
a destinar ingentes recursos a hacerle frente y buscarle soluciones,
desdichadamente hasta el momento se parece más a una suma de lo que no debemos
hacer que a un compendio de acciones a emular.
Los intentos frustrados y
las experiencias fracasadas forman, verdaderamente, legión, y abarcan desde el
extremo de cierto grado de tolerancia al consumo de estupefacientes hasta el
combate manu militari contra las bandas organizadas del narcotráfico.
El modo en que los Países
Bajos abordaron el tema puede ejemplificar el primero de esos casos. La
experiencia holandesa, iniciada en 1974, consistió en permitir el consumo de
marihuana y hachís en ciertos coffee shops, como los de la "zona roja"
de Ámsterdam. Se dijo y escribió mucho al respecto, pero no suele mencionarse
que hoy, al cabo de cuatro décadas, las autoridades están tomando medidas
tendientes a revertir esa política de permisividad. Por ejemplo, en la
actualidad prohíben la habilitación de nuevos locales de ese tipo o, incluso,
como hace el municipio de Ámsterdam, compran los ya establecidos para cerrarlos
o reconvertirlos. ¿A qué obedece este cambio de actitud? Sencillamente, a que
los holandeses han reconocido su fracaso. En su momento, habían creído que esas
drogas consideradas "blandas", como las derivadas del cannabis,
serían el "techo" de la adicción. Pero la realidad puso en evidencia
que sólo constituyen el "umbral" de ingreso a otros productos más
peligrosos, como la cocaína, la heroína o las drogas de diseño sintético. Lejos
de evitar la difusión del flagelo, la permisividad contribuyó a expandirlo y
agravarlo.
En Suiza, otra
experiencia que quiso ser un ejemplo de libertad y de posibilidad de
recuperación de las adicciones, terminó en otra contundente frustración. Con la
expectativa de reducir el uso de drogas y los efectos del tráfico ilegal, en
1987 se autorizó su venta y consumo en el céntrico Platzspitz de Zurich. En
poco tiempo, el lugar pasó a ser conocido como "el parque de las agujas",
por el altísimo abuso de estupefacientes inyectables. El descontrol llegó a tal
punto, que en febrero de 1992 la policía debió desalojar la zona. En 1993,
comenzó a aplicarse una nueva política en Suiza, basada en el criterio de que
la drogadicción es una enfermedad y poniendo una serie de condiciones para que
las instituciones sanitarias provean de estupefacientes a los afectados. La
Organización Mundial de la Salud ha publicado informes que cuestionan los
resultados de estas acciones, ya que no parecen contribuir a disminuir el
flagelo, como es la intención. En lo que se refiere al cannabis, los suizos
también están revirtiendo una actitud permisiva. En 2004, el gobierno federal
rechazó una propuesta de despenalizar su cultivo, y puso límites al consumo de
marihuana, en función del grado de THC (Tetrahidrocannabinol) para considerarlo
exento de la Ley de Estupefacientes.
Si estas experiencias
muestran el fracaso de las políticas de tolerancia, el caso de México es
indicativo de que tampoco la guerra al narcotráfico mediante el empleo de
fuerzas militares obtiene resultados positivos. En diciembre de 2006, a poco de asumir el
gobierno, el presidente Felipe Calderón decidió el envío de 6.500 efectivos del
Ejército al estado de Michoacán, para poner fin a la violencia de las
organizaciones criminales. Fue el inicio de una lucha frontal contra los
cárteles, como los muy conocidos del Golfo, Sinaloa y Los Zetas. El balance de
la década transcurrida desde entonces resulta estremecedor: según las cifras
oficiales, 60 mil muertos; algunas organizaciones no gubernamentales elevan ese
terrorífico saldo hasta más de 150 mil. Las bandas, organizadas como verdaderos
ejércitos, han perpetrado matanzas colectivas e incontables asesinatos, a modo
de "venganza", contra periodistas, políticos e integrantes de
organismos de derechos que alzaron su voz contra ellas. A este verdadero
reinado del terror se agrega un fenómeno que preocupa sobremanera y agrava la
situación: muchos integrantes de las tropas de elite destinados al combate
contra los narcotraficantes, se pasaron de bando, atraídos por las
"recompensas" económicas del delito. En el caso de Los Zetas, incluso
fueron integrantes de estas fuerzas quienes se convirtieron en el núcleo del
cártel.
¿No puede citarse, entonces,
ningún ejemplo que muestre algún resultado exitoso en la lucha contra el
narcotráfico? Sin que la batalla esté ganada, hay que reconocer que en España
ha habido avances, y el Estado ha logrado encarcelar a centenares de mercaderes
de la muerte. España, considerada la "puerta de entrada" a Europa de
grandes cargamentos de estupefacientes, hace ya 25 años que creó la Fiscalía
Especial Antidrogas, que interviene en los procesos penales por estos delitos.
También investiga el lavado de fondos provenientes de este tráfico. Por su
parte, la Fiscalía Especial contra el Crimen Organizado se encarga de combatir
las redes de origen supuestamente legal que diseñan los malvivientes.
Una propuesta para hacer frente al narcomenudeo
Como queda en claro por
lo dicho hasta aquí, no es sencillo hacer frente al narcotráfico. Las enormes
fortunas que manejan los cárteles, les permiten contar con inmensos recursos y
perfeccionar continuamente sus estrategias y modus operandi, con lo que llevan
la delantera sobre quienes las combaten. Si queremos desarticularlas, tenemos
que ser también muy ingeniosos y creativos.
Como he sostenido siempre
y lo corrobora la experiencia internacional, el engranaje clave del
narcotráfico es el dinero. Desde su base, que es la venta "minorista"
o "narcomenudeo" que siembra la muerte en los barrios de nuestras
ciudades, hasta la cima de la organización piramidal de las redes delictivas,
el dinero hace funcionar todo el sistema delictivo. Y es ahí, en lo que
constituye su punto neurálgico, donde sobre todo debemos aguzar el ingenio.
Una forma fundamental
para desarticular a las organizaciones delictivas es utilizar un sistema de
premios y recompensas económicas.
La propuesta, que he
elaborado pensando en la Argentina, pero que podría extenderse a otros países
de nuestra región, consta de tres pasos:
1.
Cualquier ciudadano podrá colocar en la parte superior de un papel, escrito con
duplicado mediante un carbónico, una cifra de siete u ocho dígitos, que servirá
de clave numérica de identificación, garantizando el anonimato.
Debajo del número,
detallará la información reservada sobre las actividades clandestinas de las
bandas. Por ejemplo, la localización geográfica exacta de las
"cocinas" de drogas o de los "bunkers" de venta de
estupefacientes.
2.
Estos datos llegarán de manera anónima, y por distintas vías, a las fiscalías
especializadas en la lucha contra el crimen organizado. Para que los
funcionarios judiciales actúen rápidamente, deberán contar con los recursos y
la autonomía adecuados.
3.
Si se comprueba que la información es fidedigna y útil, el denunciante recibirá
una suma de dinero como retribución, para lo cual acreditará con el número
clave haber sido la fuente de los datos. La recompensa podrá ser cobrada por el
denunciante o por su representante legal, en caso de que prefiera preservar su
identidad por cuestiones obvias.
Si bien la Nación cuenta
con fuerzas policiales que en su enorme mayoría cumplen abnegadamente con su
deber sin caer en tentaciones, es posible que esta novedosa metodología
contribuya a que muchos efectivos policiales, lamentablemente contaminados,
"se pasen del lado de los buenos" y aporten todo lo que saben y nunca
revelaron.
Asimismo, las propias
organizaciones delictivas podrán aprovechar esta suerte de "delación premiada"
para desenmascarar a los grupos rivales.
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