Tienen entre 15 y 25 años, vendieron droga y robaron, algunos estuvieron presos y, ahora, quieren otra vida
Por Gabriela Origlia (La Nación)
Maldonado y Müller son parte de la zona
caliente de esta ciudad. Hay cocinas de droga y narcomenudeo. Portar armas es
común, igual que los ajustes de cuentas callejeros. En ese contexto difícil,
hay jóvenes que intentan alejarse del delito y del consumo y construir un
proyecto de vida.
La experiencia clave es aprender a vivir en
ese ambiente complejo. La concepción de quienes trabajan con ellos es que si
cumplieran tratamientos en otros lados, terminarían regresando porque en estos
barrios tienen su vida y porque no les sobran las chances de cambiar de lugar.
A los 15 años, J. cuenta que antes los dos
barrios eran famosos "por el choreo" y ahora lo son "por la
droga". Dice que se consigue de todo (incluso pasta base), aunque "a
veces escasea la marihuana y (los adictos) se ponen locos; tienen que esperar
hasta los viernes que llega". Con naturalidad comenta cómo a otros dos
chicos, de 11 y 12 años, les pegaron un tiro por quedar en medio de una pelea.
Se siente "un poco a salvo" porque su papá vive desde siempre ahí y
es "respetado, así que no se meten con nosotros".
B. empezó a consumir a los 15 (ahora tiene
19): le convidaban porros en el colegio. Hizo unos talleres y consiguió un
trabajo y una beca Progresar. Asegura que el año que viene volverá a la
escuela. A su lado, R. apunta que arrancó a los 11 porque sus amigos lo
habilitaban. Sin vueltas, admite que salía a robar para tener plata. Usaba
armas de otros que se las prestaban. Decidió parar cuando murió su mamá; está en
el intento de salir.
Hace dos años, Morena, una nena de cuatro
años, fue asesinada en su casa de Müller cuando una banda llegó a ajustar
cuentas con su papá. En 2007, Facundo Novillo fue alcanzado por un proyectil
disparado desde un FAL cuando pasaba en auto, de casualidad, por el medio de un
narcorrobo en el barrio Colonia Lola, en el mismo sector de esta ciudad.
Los vecinos apuntan dónde están las cocinas
(cuentan fácilmente entre siete y nueve) y marcan los puntos donde saben que se
venden drogas (en 400
metros , una docena). Hay complicidades, en muchos casos
obligadas por el intento de conservar la seguridad. Hay jóvenes que se ocupan
como deliveries y otros que cobran para esconder mercadería por unos días.
De los chicos con los que pudo conversar LA
NACION en distintos puntos de los barrios, K. es el más verborrágico. A los 24
años, está entusiasmado porque ve una posibilidad de cambiar su historia;
señala que en las instituciones a las que asiste se siente "seguro,
tranquilo". Empezó a "chorear" de chico: "A los vecinos
nunca les toqué nada, porque después son ellos los que te abren la puerta
cuando te busca la cana".
Vive con cinco balas en el cuerpo y estuvo
tres años, entre los 16 y los 19, preso por un crimen. "No lo maté, iba
con otro que le disparó", advierte, y en un minuto repasa cómo se escapaba
de los institutos de menores; por ejemplo, tomando lavandina para que lo
llevaran al hospital y, apenas lo bajaban, huía. A la semana lo encontraban y
reiniciaba el círculo.
Porros, droga (como definen todos la
cocaína) y pastillas son los consumos más repetidos. La "alita de
mosca" (cocaína peruana de alta pureza) se vende afuera porque es más
cara; se paga hasta 150 pesos la dosis. Müller y Maldonado son también áreas
distribuidoras.
Adrenalina
pura
"Me gustaba robar porque así tenía
plata, no le pedía nada a nadie. Cuando tenía trabajo, lo dejaba para chorear.
Una vez que arrancaste es difícil parar; es raro. Compraba armas y salía",
continúa K., que suma nueve veces en prisión. Durante la última, murió su hijo
de un año: "Ahí dije basta".
Cuando lo escucha, el otro J. interrumpe:
"Yo toco de oído, pero escucho siempre que salir a robar te da mucha
adrenalina". Sin dudar, R. aporta "uno se va cebando, tiene guita y
quiere más". M. pasó una década consumiendo; primero compraba con su
sueldo, hasta que empezó a vender cosas de su casa o a cambiarlas. Gastaba
hasta 300 pesos diarios. Estudió, tuvo una beca y, con esa plata, volvió a
comprar. Se arrepiente y está "luchando contra la tentación; no es fácil
porque hay por todos lados".
P. arrancó a los 16 (tiene 24), impulsado
por unos amigos que le regalaban para que les fuera a comprar; un día, cuando
iba a buscar mercadería a San Vicente, lo detuvieron por averiguación de
antecedentes. Se asustó por un tiempo. Hasta que le ofrecieron 400 pesos para
guardar cien gramos por unos días.
Cortó porque tiene miedo de caer preso,
cursa un taller y espera no tentarse: "El otro día pasaba y estaban
porreando, me convidaban unas secas. No fui; si agarrás, empezás de
nuevo".
Cuando se les pregunta qué hace la policía,
cruzan miradas y sonrisas. "Nos levantan a nosotros, y a los que venden,
nada", suelta uno. Subrayan que "nadie recluta", pero que se
suman por la plata. Están los que creen que "los narcos respetan al barrio
y hacen que otros lo respeten".
La base para entrar al negocio, describen,
son entre 500 y 1000 pesos. Si es "conocido", le pueden dejar en
consignación. Es vox populi la que "se arma si no cumplís; le pegan a
cualquiera, al que más querés. O roban para que no vendan más". Varios
sostienen que ahora, con sus trabajos, lo que ganan es de ellos. "Con la
merca siempre es del otro o de la cana, que si te agarra te la saca",
grafica uno.
Mariano:
más que un cura, un referente
CÓRDOBA.- En Müller y Maldonado, muchos
vecinos se sienten abandonados. Las calles rotas, basura, agua y barro
acumulados. Sufren la inseguridad. "Hay que empezar a mirar esta zona de
otra manera, incluirla", dice el cura Mariano Oberlin, referente de una de
las instituciones que trabajan en la zona. Advierte que la "portación de
domicilio y de rostro" es un obstáculo, en general, para las bolsas de
trabajo. Hay estereotipos que "colaboran con la falta de
oportunidades".
Repite que la base de su tarea es la
confianza, que los chicos sepan que la Iglesia está "para ayudar, para
acompañarlos en un proceso que no es de un día". Está convencido de que no
se sale por miedo a la muerte, sino porque gusta la vida. " Aquí no vienen
a pagar culpas por haber consumido, sino a encontrar motivos para seguir
viviendo", argumentó el sacerdote.
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