16 de octubre de 2016

El drama del paco: Tucumán en alerta por los suicidios de adolescentes

Un mural del barrio El Molino recuerda a "Toto", un joven adicto al paco que se suicidó

Por Nahuel Gallotta (Clarín)

Nora Ibáñez recuerda haberse enterado por un vecino que su hijo se drogaba. Creyó que era un hábito como el de tomar una cerveza o un vino. A los años, otro vecino le avisaría que su hijo se había ahorcado con un alambre. Fue en junio de 2010. Cristian tenía 32 años. “Después de él, en nuestro barrio se ahorcaron cinco chicos en tres meses, todos consumidores al paco”, cuenta la mujer. Y agrega: “En ese momento, el juez de menores (Raúl) Ruiz me aseguró que en seis meses de ese año se habían suicidado 53 menores adictos a esa droga en San Miguel de Tucumán”.

Nora y otras mamás del barrio empezaron a marchar cada miércoles en plaza principal de la ciudad, durante tres años. Llegaron a ser más de cien. De ese grupo nacieron “Las madres de los pañuelos negros”. Su lucha tomó el centro de la escena hace diez días, cuando el sacerdote Juan Viroche fue hallado ahorcado en una iglesia de La Florida, a sólo 70 kilómetros de la capital tucumana. Aunque su muerte aún es una incógnita, el caso dejó al descubierto el avance del narcotráfico en la provincia. En los barrios más pobres, el problema se refleja en tragedias que tienen nombres y apellidos: el suicidio de los jóvenes adictos a la pasta base.

Son las seis de la tarde y Emilio Mustafá recibe a Clarín en el ingreso al barrio Costanera. A 20 minutos del centro y con 6.500 habitantes, es considerado la cuna del paco, el primer lugar donde se vendió. Mostafá es psicólogo social y forma parte del grupo “Ganas de vivir”. Dice que los chicos juegan al “drogado”. “Los changuitos hacen que venden droga y caminan como si estuvieran fumados”, cuenta.

Durante la recorrida por el barrio, el psicólogo va invitando a cada pibe que cruza al comedor donde asisten a jóvenes adictos. En el paisaje hay ranchos, pasillos de tierra, chicos descalzos, un río que se parece más a una cloaca y mucha basura que, con el calor, genera un olor fuerte y mosquitas a cada paso. Mustafá asegura que –según su registro– en los últimos 20 meses en el barrio se ahorcaron 10 chicos, pero que está al tanto de muchos más casos, por colegas de otros zonas calientes. La caminata se corta porque suena su teléfono y le avisan que a una de sus compañeras le robaron el celular a unas cuadras de ahí.

Lucas es uno de los chicos que asiste al comedor. Se inició en el consumo a los ocho años y una década después viajó a Buenos Aires para internarse. Volvió hace cinco, recuperado. “Angelo”, “Gilada”, “Carpincho”, “Sebastián”. Son los nombres de algunos de chicos con los que consumió paco y terminaron ahorcados. Contabiliza ocho pero sabe de muchos más. A su lado, un compañero cuyo hermano intentó suicidarse recuerda las épocas donde en el barrio había seis equipos de fútbol. “Terminaban los partidos y se fumaba marihuana y se compartía un mate cocido”. Pero el paco se llevó hasta el fútbol.

“Antes consumíamos pero éramos los basureros de los barrios. Hacíamos changas y con eso comprábamos”, retoma el relato Lucas. Y agrega: “Ahora los pibes roban a sus vecinos para fumar”. Emilio Mustafá regresa. En el comedor ya hay varios pibes. “Díganle al muchacho (por el ladrón) que arreglemos, que hay recompensa; necesitamos ese teléfono”, les pide.

Los jóvenes comen rápido y se van. El promedio es de 40 platos por noche. Para la gran mayoría de ellos será la única comida del día. “Es un gancho para empezar a ayudarlos. Aunque es muy difícil: hoy es jueves”, dice Mustafá. En Costanera es ley: jueves y viernes los transas regalan dos bolsitas de pasta base a cada chico. Lo hacen cuando aún no empezaron a consumir. Es una inversión: saben que si fuman saldrán a hacer cualquier cosa para generar dinero y seguir fumando. También organizan fiestas nocturnas en sus casas: pasan música e invitan los tragos sin cargo. Saben que la venta de paco les dejará un buen negocio.

Lo más duro viene después del consumo. “Fumar les genera una angustia de muerte, una ideación suicida. Cuando terminan la gira reflexionan sobre lo que hicieron y viene la culpa. Son pibes que no festejan sus cumpleaños porque no llevan noción del tiempo; y que ni siquiera conocen el centro de Tucumán”, explica Mustafá, que trabaja en el tema hace nueve años.

Ahora Nora está acompañada por otras mamás. Es viernes por la tarde y en una hora marcharán exigiendo justicia por la muerte del cura Juan Viroche. “En el barrio 130 viviendas hace dos meses un nene de 11 años se ahorcó de un árbol”, cuenta una mujer. “En el asentamiento Ingenio Concepción hubo cinco sólo durante agosto”, dice otra, mientras enumera a las víctimas. “En ‘La Barranquita’ hay una señora a la que se le ahorcaron tres hijos y quedó loca”, suma una tercera. Los testimonios se multiplican. No es algo que se repita en todo el país. “Las madres de los pañuelos negros” cuentan que organizaciones similares de otras provincias no tienen registros de tantos suicidios.

El barrio El Molino queda a 15 minutos del centro de San Miguel de Tucumán. Allí algunas paredes recuerdan a pibes que se ahorcaron. Una vecina que pide no ser identificada cuenta que hasta hace seis años del paco solo se sabía por los familiares que viajaban a Buenos Aires de vacaciones. El presente es antagónico: “Hace años que no se ven kioscos o comercios nuevos. Lo único nuevo son las casas donde se vende paco”.

Con la pasta base en sus calles, El Molino “se conurbanizó”: los padres o maridos acompañan a las mujeres a tomar el colectivo por miedo a los robos y se colocaron rejas en cada ventana, en cada puerta. Caminar por estas cuadras puede significar encontrarse con un shopping de ofertas: bicicletas a $ 100; revólveres a $ 50; ollas a $ 10; y un Iphone a $ 1500 son algunos de los productos que los “piperos” (como llaman a los consumidores de paco) roban para vender.

La vecina que recibe a Clarín saca cuentas y comenta que los que venden cocaína no ganan casi nada. Esa droga, en un barrio como este, prácticamente no se vende, aunque aún se ofrece. Hay otros en los que sólo se consigue pasta base.

El Centro de Rehabilitación “Las Moritas” está alejado de la ciudad. Tiene capacidad para 42 personas y Marcos Zeitoune, psicólogo y subdirector, cuenta que los intentos de suicidio son una de las causas por la que los pibes se internan. Junto a la directora Lucía Biazzo recuerdan dos casos de chicos que se ahorcaron tras abandonar el tratamiento. Podrían ser muchos más, pero –por lo general– cuando salen el vínculo con ellos se pierde. “En el último año notamos dos cosas: están llegando más pacientes de clase media y alta y recibimos muchos chicos de 13 o 14 años. Eso quiere decir que si se internan a esa edad consumen desde los ocho o los nueve”, estima Biazzo.

Mientras algunos de los residentes hacen ejercicios en el gimnasio del lugar, Zeitoune y Biazzo cuentas cosas: que hay un grupo de pacientes de 13 y 14 años que se la pasa mirando Bob Esponja y otros dibujitos en la tele; que en los barrios el paco se instaló hasta en el tercer tiempo del fútbol; que los que se van de alta lo suelen lograr en su tercera internación; que están recibiendo a muchos hijos de transas (algo nunca visto), y que los pacientes judicializados son, más que nada, adictos que roban en sus casas o a lo sumo arrebataron un celular o una cartera.

“Los transas de los barrios no pegan un salto económico; el narcomenudeo es un sustento en una economía de pobres contra pobres en zonas donde la única actividad de los jóvenes es el consumo”, dice Zeitoune. Y agrega uno de los problemas que plantean los adictos, y que hace que muchos no quieran regresar a sus casas: “Nos cuentan que no tienen amigos fuera del consumo; que en cada esquina, lo social es consumir. Por eso quieren irse con un trabajo que los relacione con otra gente”

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