Un mural del barrio El Molino recuerda a "Toto", un joven adicto al paco que se suicidó
Por Nahuel Gallotta (Clarín)
Nora Ibáñez recuerda haberse enterado por
un vecino que su hijo se drogaba. Creyó que era un hábito como el de tomar una
cerveza o un vino. A los años, otro vecino le avisaría que su hijo se había
ahorcado con un alambre. Fue en junio de 2010. Cristian tenía 32 años. “Después
de él, en nuestro barrio se ahorcaron cinco chicos en tres meses, todos
consumidores al paco”, cuenta la mujer. Y agrega: “En ese momento, el juez de
menores (Raúl) Ruiz me aseguró que en seis meses de ese año se habían suicidado
53 menores adictos a esa droga en San Miguel de Tucumán”.
Nora y otras mamás del barrio empezaron a
marchar cada miércoles en plaza principal de la ciudad, durante tres años.
Llegaron a ser más de cien. De ese grupo nacieron “Las madres de los pañuelos
negros”. Su lucha tomó el centro de la escena hace diez días, cuando el
sacerdote Juan Viroche fue hallado ahorcado en una iglesia de La Florida, a
sólo 70 kilómetros
de la capital tucumana. Aunque su muerte aún es una incógnita, el caso dejó al
descubierto el avance del narcotráfico en la provincia. En los barrios más
pobres, el problema se refleja en tragedias que tienen nombres y apellidos: el
suicidio de los jóvenes adictos a la pasta base.
Son las seis de la tarde y Emilio Mustafá
recibe a Clarín en el ingreso al barrio Costanera. A 20 minutos del centro y
con 6.500 habitantes, es considerado la cuna del paco, el primer lugar donde se
vendió. Mostafá es psicólogo social y forma parte del grupo “Ganas de vivir”.
Dice que los chicos juegan al “drogado”. “Los changuitos hacen que venden droga
y caminan como si estuvieran fumados”, cuenta.
Durante la recorrida por el barrio, el
psicólogo va invitando a cada pibe que cruza al comedor donde asisten a jóvenes
adictos. En el paisaje hay ranchos, pasillos de tierra, chicos descalzos, un
río que se parece más a una cloaca y mucha basura que, con el calor, genera un
olor fuerte y mosquitas a cada paso. Mustafá asegura que –según su registro– en
los últimos 20 meses en el barrio se ahorcaron 10 chicos, pero que está al
tanto de muchos más casos, por colegas de otros zonas calientes. La caminata se
corta porque suena su teléfono y le avisan que a una de sus compañeras le
robaron el celular a unas cuadras de ahí.
Lucas es uno de los
chicos que asiste al comedor. Se inició en el consumo a los ocho años y una
década después viajó a Buenos Aires para internarse. Volvió hace cinco,
recuperado. “Angelo”, “Gilada”, “Carpincho”, “Sebastián”. Son los nombres de
algunos de chicos con los que consumió paco y terminaron ahorcados. Contabiliza
ocho pero sabe de muchos más. A su lado, un compañero cuyo hermano intentó
suicidarse recuerda las épocas donde en el barrio había seis equipos de fútbol.
“Terminaban los partidos y se fumaba marihuana y se compartía un mate cocido”.
Pero el paco se llevó hasta el fútbol.
“Antes consumíamos pero
éramos los basureros de los barrios. Hacíamos changas y con eso comprábamos”,
retoma el relato Lucas. Y agrega: “Ahora los pibes roban a sus vecinos para
fumar”. Emilio Mustafá regresa. En el comedor ya hay varios pibes. “Díganle al
muchacho (por el ladrón) que arreglemos, que hay recompensa; necesitamos ese
teléfono”, les pide.
Los jóvenes comen rápido
y se van. El promedio es de 40 platos por noche. Para la gran mayoría de ellos
será la única comida del día. “Es un gancho para empezar a ayudarlos. Aunque es
muy difícil: hoy es jueves”, dice Mustafá. En Costanera es ley: jueves y
viernes los transas regalan dos bolsitas de pasta base a cada chico. Lo hacen
cuando aún no empezaron a consumir. Es una inversión: saben que si fuman
saldrán a hacer cualquier cosa para generar dinero y seguir fumando. También
organizan fiestas nocturnas en sus casas: pasan música e invitan los tragos sin
cargo. Saben que la venta de paco les dejará un buen negocio.
Lo más duro viene después
del consumo. “Fumar les genera una angustia de muerte, una ideación suicida.
Cuando terminan la gira reflexionan sobre lo que hicieron y viene la culpa. Son
pibes que no festejan sus cumpleaños porque no llevan noción del tiempo; y que
ni siquiera conocen el centro de Tucumán”, explica Mustafá, que trabaja en el
tema hace nueve años.
Ahora Nora está
acompañada por otras mamás. Es viernes por la tarde y en una hora marcharán
exigiendo justicia por la muerte del cura Juan Viroche. “En el barrio 130
viviendas hace dos meses un nene de 11 años se ahorcó de un árbol”, cuenta una
mujer. “En el asentamiento Ingenio Concepción hubo cinco sólo durante agosto”,
dice otra, mientras enumera a las víctimas. “En ‘La Barranquita’ hay una señora
a la que se le ahorcaron tres hijos y quedó loca”, suma una tercera. Los
testimonios se multiplican. No es algo que se repita en todo el país. “Las
madres de los pañuelos negros” cuentan que organizaciones similares de otras provincias
no tienen registros de tantos suicidios.
El barrio El Molino queda
a 15 minutos del centro de San Miguel de Tucumán. Allí algunas paredes
recuerdan a pibes que se ahorcaron. Una vecina que pide no ser identificada
cuenta que hasta hace seis años del paco solo se sabía por los familiares que
viajaban a Buenos Aires de vacaciones. El presente es antagónico: “Hace años
que no se ven kioscos o comercios nuevos. Lo único nuevo son las casas donde se
vende paco”.
Con la pasta base en sus
calles, El Molino “se conurbanizó”: los padres o maridos acompañan a las
mujeres a tomar el colectivo por miedo a los robos y se colocaron rejas en cada
ventana, en cada puerta. Caminar por estas cuadras puede significar encontrarse
con un shopping de ofertas: bicicletas a $ 100; revólveres a $ 50; ollas a $
10; y un Iphone a $ 1500 son algunos de los productos que los “piperos” (como
llaman a los consumidores de paco) roban para vender.
La vecina que recibe a
Clarín saca cuentas y comenta que los que venden cocaína no ganan casi nada.
Esa droga, en un barrio como este, prácticamente no se vende, aunque aún se
ofrece. Hay otros en los que sólo se consigue pasta base.
El Centro de
Rehabilitación “Las Moritas” está alejado de la ciudad. Tiene capacidad para 42
personas y Marcos Zeitoune, psicólogo y subdirector, cuenta que los intentos de
suicidio son una de las causas por la que los pibes se internan. Junto a la
directora Lucía Biazzo recuerdan dos casos de chicos que se ahorcaron tras
abandonar el tratamiento. Podrían ser muchos más, pero –por lo general– cuando
salen el vínculo con ellos se pierde. “En el último año notamos dos cosas:
están llegando más pacientes de clase media y alta y recibimos muchos chicos de
13 o 14 años. Eso quiere decir que si se internan a esa edad consumen desde los
ocho o los nueve”, estima Biazzo.
Mientras algunos de los
residentes hacen ejercicios en el gimnasio del lugar, Zeitoune y Biazzo cuentas
cosas: que hay un grupo de pacientes de 13 y 14 años que se la pasa mirando Bob
Esponja y otros dibujitos en la tele; que en los barrios el paco se instaló
hasta en el tercer tiempo del fútbol; que los que se van de alta lo suelen lograr
en su tercera internación; que están recibiendo a muchos hijos de transas (algo
nunca visto), y que los pacientes judicializados son, más que nada, adictos que
roban en sus casas o a lo sumo arrebataron un celular o una cartera.
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