El cura cordobés Mariano Oberlín
Por Gabriela Origlia (La Nación)
"Parece que piensan
tomar algunas medidas con «estas mugrientas» (las mamás) que se andan juntando
con el cura (yo). La realidad, la triste realidad, es que ellas son invisibles
para la sociedad. O peor aun: he escuchado expresiones sociales tales como
«mejor que se maten entre ellos», en referencia a la gente de nuestros barrios
y villas." Eso escribió ayer el cura Mariano Oberlín en su cuenta de
Facebook. Intentó así hacer "visible" a la gente con la que trabaja a
diario en un barrio donde la droga está haciendo estragos y en el que denunciar
a los que la venden es ponerse en la mira de los narcos y, paradójicamente,
seguir lejos del foco del resto de la sociedad.
A él no le importa. Cree
que callarse y dejar de trabajar es hacerles el juego a los que venden veneno.
Hijo de padre desaparecido -tenía 2 años cuando lo secuestraron y torturaron, y
el año pasado se reunió con el militar detenido que habría participado de ese
crimen de lesa humanidad-, criado en una familia que sabe lo que es la pobreza,
hace 12 años se hizo cura y asumió el compromiso de trabajar con y por los más
necesitados.
Las amenazas a las
"madres del paco" de la Sección Quinta de esta ciudad llegaron tras
una nota publicada por LA NACIÓN el 7 del actual sobre la irrupción de ese
residuo de la pasta base en Córdoba. En Müller y en Maldonado los narcos creen
que las que hablaron son mujeres de la zona y amenazaron con represalias.
Concretamente, luego de este fin de semana que pasó, tras el cumpleaños de uno
de los dealers, los mercaderes de la muerte iban a ir en busca de esas madres
para "tomar medidas".
No es la primera vez y
todos creen que no será la última. "Los narcos quieren ser invisibles y
que sus blancos también lo sean", reflexiona.
"Cura bendecime la
medallita", le dice una chica de unos 11 años. Lo para en medio de un
baldío, frente a la parroquia. "Cura, no se quiere quedar en la casita,
¿qué hacemos?", le pregunta la madre de un pibe que consume drogas y
coquetea con la muerte. De cura, Oberlín no tiene nada en su vestimenta.
Con bombacha de gaucho y
campera tejida se pasea en lo que para las estadísticas son "zonas
rojas". No son villas, aunque las rodean seis. Parte de sus vecinos tienen
un negocio lucrativo: cocinan y venden drogas. Los protegen los
"perros" -como llama la gente a quienes los cuidan- y no dudan en
amenazar si por una denuncia se sienten en riesgo.
El sacerdote llegó hace
seis años a la parroquia Crucifixión del Señor. No le hicieron falta muchos
meses para darse cuenta de que la droga era un problema serio, tanto como el
miedo a hablar. Armó talleres para sacar a los chicos de la calle y, después,
recibió ayuda de la Sedronar (de la que, por recortes presupuestarios, queda
poca). Montó una "casita" donde los más necesitados se quedan a vivir
mientras buscan una salida del infierno.
"Puede sonar
morboso, pero por momentos uno piensa que la muerte se ha naturalizado en estas
tierras. La semana pasada murieron dos jóvenes. Honestamente, no estoy
informado sobre las causas. Pero no pasa en todos los barrios que en una semana
mueran dos jóvenes de muertes violentas, sean cuales fueren las causas. Pasan
muchísimas cosas hermosas en nuestros barrios cotidianamente. Pero,
lamentablemente, también pasan estas cosas", escribió en su alegato.
Falta de apoyo
Admitió a LA NACIÓN que
dudó en publicar ese texto: "Por la exposición mediática yo tengo una
suerte de coraza, pero ellos quedan atados. Me da miedo lo que les pueda pasar
a las mamás, a la invisibilidad de los chicos. Están mal, consumen paco y
muchos repiten: «Déjenlos que se maten entre ellos». Me da miedo que nos maten
a uno de los chicos y que todo quede como si fuera un perro atropellado por un
auto en la calle".
La repercusión de la nota
impactó en los medios cordobeses. Del Gobierno no hubo llamados y nadie se
acercó a ver lo que pasaba o para ofrecer ayuda. Sólo están Oberlín y algunas
mujeres. El año pasado, cuando un auto sospechoso circuló frente a la casa
parroquial, se acercaron algunos funcionarios.
"A esta altura no sé
qué pedirle al gobierno -se sincera el sacerdote-. No puedo pedir un policía
las 24 horas ni para mí ni para nadie. Tienen miedo; si hasta yo me cuido de hablar,
imagínate el que no tiene a quién recurrir." Para la gente el último
recurso es él; saben que los escucha y que no falta a su palabra.
El "cura
villero", como lo llaman aquí, se siente acompañado por el arzobispo
Carlos Ñañez: "Apoya porque sabe que es trabajo genuino, sin segundas
intenciones. Cuando nos amenazaron nos apoyó públicamente en la homilía".
Tiene manos grandes y
curtidas; siempre le gustaron las herramientas y en los talleres comparte
tareas con los jóvenes. "Nos han visto laburando, ponemos el cuerpo, y eso
tiene valor para ellos, nos da credibilidad", insiste.
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