Un móvil de Servicio Penitenciario sale del Hospital Borda, el 31 de mayo de 2011
Por Nahuel Gallota (Clarín)
El 31 de mayo de 2011, Roser Ríos se
despertó de madrugada en su casa de Aragón, España, cuando sonó su celular. No
llegó a atender, pero sí pudo escuchar el contestador, y se desesperó. Era su
hijo David (19), del que no sabía nada desde hacía 20 días, que le decía estar
preso en una cárcel de Argentina y que necesitaba urgente su credencial de
discapacidad para un peritaje que le permitiría no ser juzgado como un
delincuente común. Su discapacidad era del 49% por trastorno de la personalidad
y retraso mental.
Apenas tres horas después, David y otro
interno argentino morían por un incendio en la Unidad 20 del Servicio
Penitenciario Federal (SPF), contigua al Hospital Borda. A casi cinco años, no
hay detenidos. Apenas cuatro penitenciarios imputados, que serán juzgados en un
juicio que aún no tiene fecha.
“En el fondo, el menor problema de todo lo
que pasó es la droga que le encontraron”, dice Manuel Luque, marido de Roser,
la mamá de David, desde España. “Si hubiera ley de discapacitados, David
estaría con nosotros y no habría muerto por negligencias de terceros”. Desde
ese día, se enteró de más casos de españoles discapacitados y sin empleo
engañados por narcos.
David había aterrizado el 27 de mayo en
Ezeiza. En su valija, la Policía halló 2,8 kilos de cocaína. Según pudo
reconstruir Clarín, en la Unidad 28 de Tribunales habría tenido un brote y la
Defensoría decretó que en esas condiciones no podría declarar. El joven llevaba
un carné de discapacitado. El Juzgado Penal Económico N° 5, a cargo entonces de Jorge
Brugo, decidió el traslado a la U20.
David Díaz Ríos había trabajado, cuando no
estaba internado por su discapacidad, en una empresa de digitalización de datos,
en una hostelería, en un bar y hasta en una huerta. “Por momentos no reconocía
su trastorno. No tenía muy en claro la diferencia entre el bien y el mal. Era
muy impulsivo, agresivo, emocionalmente muy frágil. Era incapaz de prever las
consecuencias de sus actos. No pensaba lo que decía. No prestaba atención y no
estaba preparado para entender. Era una persona desprotegida”, recuerda su
mamá.
Para febrero de 2011, David decidió viajar
con su novia (se conocieron por Internet) a Lérida, creyendo que allí les sería
más simple encontrar empleo. Apenas consiguió ocupaciones esporádicas, como
vendedor de seguros, puerta a puerta o por teléfono. Un día de mayo se fue de
su casa. A su novia apenas le aclaró que era por trabajo, y que regresaría
pronto.
Sin que sus padres ni su novia lo supieran,
y con el celular apagado desde hacía varios días, aterrizó el 16 de mayo en
Bogotá, Colombia, con boleto de regreso a España. Pero 11 días después, David
llegaba a Buenos Aires y era detenido.
“La muerte es la consecuencia más gravosa
de un montón de cosas que ocurren en la cárcel, como que un pibe con las
condiciones de David esté preso como el resto”, dice Ramiro Gual, de la
Procuración Penitenciaria, querellante en la causa. “Se tendría que haber
establecido que no era un pibe peligroso para la sociedad, y ponerlo en
contacto con el consulado para que volviera rápido con su familia”.
No bien ingresó, el 30 de mayo, los
directores decidieron meterlo en un sector de aislamiento, que funcionaba como
lugar de castigo, por más que los presos psiquiátricos no pueden ser
sancionados.
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